James Simpson es el ilustre científico que en 1847 introdujo en cirugía el cloroformo, descubierto dieciséis años antes. Por esa razón recibió las felicitaciones de sus colegas del mundo entero; también se organizó una pequeña fiesta para celebrar el mérito del sabio.
Al final de la ceremonia, Simpson se levantó para agradecer a los médicos por las alabanzas de las que era objeto. Al terminar su discurso, agregó: «Hice un descubrimiento mucho más grande que aquel por el cual me honráis».
Y ante el auditorio sorprendido que se preguntaba qué iba a seguir, Simpson, fervoroso creyente, prosiguió: «En la Biblia descubrí que yo era un pecador y que necesitaba un Salvador. Este Salvador lo encontré en Jesucristo, cuya sangre derramada en la cruz del Gólgota expió mis pecados; y Dios me perdonó».
No es necesario ser un científico para hacer el mismo descubrimiento. Todos los seres humanos son pecadores. Cualesquiera sea su edad, sus conocimientos, su fortuna y su país, Jesús ofrece el perdón de los pecados y la vida eterna a todos los que creen en su sacrificio en la cruz del Calvario.
También se lo ofrece a usted que lee estas líneas: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna… El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado” (Juan 3:16 y 18).
© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)